FRANCISCA AGUIRRE, POETA DE LOS MALES COLECTIVOS.


Ayer por al tarde fallecía en Madrid la poeta Francisca Aguirre (Alicante, 1930) a sus 88 años. Considerada de la generación del 50 tardía. Fue así por que a pesar de estar en la misma época, no publicó su primer poemario, Ítaca, hasta 1971,  con el que obtuvo el premio de poesía Leopoldo Panero de 1971, y para entonces sus coetáneos ya estaban consolidados en el mundo de la poesía.

Casada con el escritor Félix Grande, fallecido en 2014, y madre de la también poeta Guadalupe Grande Aguirre, con ella desaparece una de las pocas autoras que se mantenían en activo de la llamada “otra generación del 50”, es decir, la que conformaron poetas mujeres que inicialmente quedaron fuera de las antologías de la época y que poco a poco fueron ocupando un espacio imprescindible en el mapa poético del país.

Francisca Aguirre recibió el premio Nacional de Poesía por Historia de una anatomía en 2011, y en noviembre de 2018 fue galardonada con el Premio Nacional de las Letras Españolas, uno de los premios más importantes de nuestro país tras el premio Cervantes.

Considerada la más "machadiana" de los poetas de esta generación, y de la cual el jurado del Premio Nacional de las Letras situó su poesía "entre la desolación y la clarividencia, la lucidez y el dolor, susurrando (más que diciendo) palabras situadas entre la conciencia y la memoria".
La propia Aguirre aseguraba que para ella Machado era «el primero entre los dioses literarios».

En sus poemas retrata a los mas desfavorecidos, siempre mirando hacia los males colectivos y hacia la parte más dura de la realidad.
La muerte de su padre, el pintor Lorenzo Aguirre, quien fue ejecutado por garrote vil en 1942, marcó buena parte de su producción poética, incluso hasta algunos poemas de sus libros más recientes.

A su opera prima, Ítaca, le siguieron en 1976 Los trescientos escalones. En 1978 apareció La otra música. Durante los años ochenta, no publicó nada y en 1995 publicó un libro de sonetos Ensayo general y ya en 1998 llegó Pavana del desasosiego. Con la entrada del nuevo milenio, en el 2000, reunió su poesía completa bajo el mismo título que dio a libro de sonetos, Ensayo general, poesía completa, 1996-2000.
Publicó una antología, Memoria Arrodillada, y en el 2006 un nuevo poemario, La Herida absurda, seguido en 2008 de Nanas para dormir desperdicios.
Sus últimos libros de poemas han sido Los maestros cantores (2011) y Conversaciones con mi animal de compañía (2012).
Pero Francisca no sólo escribió poesía, también demostró su dominio de las letras publicando dos obras en prosa: Que planche Rosa Luxemburgo, y las memorias, mezcla de poesía y prosa, de Espejito, espejito.

En noviembre de 2018, tras serle anunciado el premio Nacional de las Letras, aseguraba: “Escribes para no andar a gritos y para no volverte loca. La poesía tranquiliza. A mí me ayuda. El mundo es injusto, pero el lenguaje es inocente. El poder de las mujeres es tener la oportunidad de decir que no. Por eso es tan importante la educación, la independencia. Queda mucho por hacer porque la desigualdad sigue siendo enorme: entre hombre y mujeres, entre ricos y pobres…”.

A continuación podéis leer un poema suyo, para que conozcáis, si es que no lo habíais hecho antes, a esta grande de las letras españolas que nos ha dejado.

DESMESURA

Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo.
Luego, la vida hizo una pausa
y todo pareció recomponerse
como esos acertijos infantiles
en los que sólo falta una palabra,
una palabra necesaria y rara.
Pero dijo que no. Cerró los labios
y escuchó el gorgoteo de las sílabas
luchando por vivir a la intemperie.
Dijo que no. Y el tiempo oyó el silencio.
Luego, la vida hizo una pausa.
Y todo fue distinto: el dolor fue
más cauto, más sensato,
la lujuria lloró en su madriguera.
Y el tiempo inauguró sus máscaras:
hubo un pequeño espanto en los rincones,
temblaron los espejos agobiados
defendiendo impotentes el azogue. 
Los pájaros callaron esa tarde
y la luna brilló blanca y sin manchas.
Ardió la noche como vieja tea
con la absurda avaricia de la muerte,
con su luto distante y pegajoso,
y un rencor resabiado y carcomido
descargó como lluvia en el desierto.
Entonces, sólo entonces,
oyó a su corazón ladrando
y se volvió despacio a los espejos
y los vio tiritar con mucho frío
y pedir compasión desde su escarcha.
Y no supo qué hacer con tanta desmesura:
cerró los labios y escuchó al silencio.

Francisca Aguirre

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